La intervención
militar de Estados Unidos, en sus diversas formas, es uno de los mecanismos del
imperialismo, que tiene como objetivos la apropiación de recursos estratégicos,
el control territorial, la explotación de la fuerza de trabajo, la expansión del
modelo económico neoliberal.
Eso se verifica
en todos los casos de intervención militar promovidos por el Pentágono, sea en
América Latina, donde los principales focos actualmente son Colombia, Haití y
Paraguay, o en otras regiones, como en Oriente Medio.
La estrategia
militar del gobierno estadounidense incluye: implementación de bases militares,
entrenamientos y presencia de tropas en territorio extranjero, inversiones en
tecnologías de monitoreo, espionaje y proyectos de infraestructura. Esta estrategia
está basada en diversos pilares, desde la intervención directa hasta campañas
de propaganda y difamación, pasando por procesos de las llamadas “guerras de
baja intensidad”, que promueven la opresión y estimulan la violencia contra
poblaciones de baja renta, urbanas y rurales.
Guerra y negocios
La militarización
sirve también para garantizar el lucro de grandes transnacionales. Además de
beneficiar a empresas de armamentos, que tuvieron un crecimiento del 60% en sus
ventas de 2000 a 2004, la “industria de la guerra” mueve cerca de 100 mil
millones de dólares por año en proyectos de infraestructura, asistencia
técnica, consultoría, entrenamiento, planificación estratégica, análisis
operacional, logística y servicios de seguridad, vigilancia e inteligencia. El
proceso de privatización de los servicios militares se ha intensificado en las
últimas décadas. Desde 1994, el Departamento de Defensa de EE. UU. ha firmado
más de 3.000 contratos con empresas de guerra, que sobrepasan el valor de US$
300 mil millones.
Estados Unidos
mantienen bases militares (725 bases oficiales y otras secretas) en todos los
continentes, con excepción de la Antártica. Ese aparato es fundamental para la
industria en aquel país, que suministra desde armamentos hasta ropas, comida y
los más variados servicios para los soldados. Por ejemplo, con el inicio de la
guerra en Irak se encomendaron 273 mil frascos de protector solar de una
empresa en Florida llamada Sun Fun Products (Productos Solares Divertidos).
Existen cerca de
500 mil soldados, espías, técnicos, profesores y asesores a servicio del
Pentágono y de la CIA trabajando para Estados Unidos en otros países. En abril
de 2006, el gobierno estadounidense reforzó la actuación de las tropas de elite
del Comando de Operaciones Especiales (cuya sigla en inglés es Socom) en cerca
de 20 países en Oriente Medio, África y América Latina. El número de
funcionarios de este departamento subió de 40 mil a 53 mil. Desde 2003, el
presupuesto del Socom aumentó 60% y debe llegar a US$ 8 mil millones en 2007.
Según el periódico The Washington Post, estas misiones incluyen recoger
informaciones para la planificación de eventuales acciones militares en países
donde no hay guerra o conflicto directo.
Triple Frontera
En América
Latina, uno de los principales focos de estas tropas es la Triple Frontera,
entre Brasil, Paraguay y Argentina. La estrategia en esta región combina
campañas de propaganda sobre una supuesta “amenaza terrorista”, con la
presencia de militares estadounidenses, favorecida por el acuerdo militar
bilateral de Estados Unidos con Paraguay. Para tratar de implicar a Brasil y
Argentina en su estrategia, en julio de 2006, el Congreso de Estados Unidos
aprobó una resolución pidiendo que el presidente Bush formase una fuerza de
tarea para actuar contra el “terrorismo en el Hemisferio Occidental,
especialmente en la Triple Frontera”.
El Congreso
propone además que Estados Unidos presione a los países miembros de la
Organización de Estados Americanos (OEA) para que clasifiquen a Hizbollah y
Hamas como organizaciones terroristas. La resolución apunta principalmente a
que el gobierno brasileño cambie su política externa, que tradicionalmente no
acepta el concepto de “organizaciones terroristas”, aunque sí el de “actos
terroristas”.
El embajador de
Brasil en Estados Unidos, Roberto Abdenur, manifestó “profunda incomodidad” con
la resolución y declaró que incluso la “Casa Blanca reconoce que no hay
actividades de terrorismo operativo en la región”. El alcalde de la ciudad
fronteriza de Foz do Iguaçu, Paulo Ghisi, afirmó “no aceptar más esa
discriminación”. El presidente del Centro Cultural Islámico en Foz do Iguaçu,
Zaki Moussa, concluye: “Ellos quieren la región, no los árabes. Todo el mundo
sabe la importancia geopolítica de la Triple Frontera, inclusive por la
concentración del agua dulce”.
El ejemplo de la
Triple Frontera muestra la relación de una estrategia militar con el control de
recursos estratégicos. En Paraguay, las elites locales apoyan acciones
militares y paramilitares, sobre todo en áreas donde las organizaciones
campesinas están más organizadas. El objetivo es expulsar los campesinos de sus
tierras para abrir espacio para el latifundio, sobre todo para la producción de
soja. Por lo tanto, la región combina intereses estratégicos de Estados Unidos
en América del Sur, con la preservación del poder de las oligarquías rurales.
La CADA
El imperialismo
norteamericano sirve tanto a los intereses de las elites extranjeras, cuando de
las elites locales. Por eso, depende de la supervivencia de los gobiernos de
países periféricos y también de la complicidad de países centrales, como los de
la Unión Europea. A su vez, las principales luchas de resistencia contra el
imperialismo también combinan estrategias de acción locales y articulación internacional.
En oposición al
proceso de militarización en el Continente, fue creada la Campaña por la
Desmilitarización de las Américas (CADA). Además de vigilar la presencia
militar de Estados Unidos en América Latina, la CADA está contribuyendo a la
articulación de luchas populares contra el imperialismo.
Las principales
propuestas de la CADA son:
- Denunciar la
dominación militar de Estados Unidos en América Latina y sus consecuencias,
como las violaciones de derechos humanos, la destrucción ambiental y la pérdida
de la soberanía y de la auto-determinación de los pueblos.
- Coordinar
acciones solidarias y simultáneas, realizar movilizaciones, investigaciones y
acciones jurídicas contra el aparato militar de Estados Unidos y en defensa de
los derechos humanos.
- Apoyar los
movimientos sociales de cada país, que luchan por su tierra, su cultura, su
trabajo y su dignidad.
- La construcción
de un modelo económico basado en la justicia social y en la solidaridad entre
los pueblos.
- La construcción
de una alternativa igualitaria y sostenible para la integración
latinoamericana.
Resistencias
Intensas luchas
de resistencia, combinando movilización local con solidaridad internacional,
lograron interrumpir operaciones militares en Vieques, Puerto Rico. Un
plebiscito popular obtuvo más de 10 millones de votos en Brasil, impidiendo el
control de la base de Alcântara por Estados Unidos. En Costa Rica, un fuerte
movimiento popular impidió la presencia de la Academia para el Cumplimiento de
La Ley (una versión de la Escuela de las Américas para policías
latinoamericanos). Un fuerte movimiento de oposición en Argentina impidió la
realización de una operación de entrenamiento liderada por militares
estadounidenses para países latinoamericanos, llamada Águilas III.
En todo el
Continente, desde México, con las luchas populares en Chiapas y Oaxaca, hasta
la movilización de pueblos indígenas en Brasil, que ocuparon recientemente la
Compañía Vale do Río Doce, una de las mayores mineras del mundo, reflejan el
repudio a las políticas de dominación económica y militar. En 2007, movimientos
sociales brasileños organizarán un plebiscito popular por la estatización de la
Compañía Vale do Río Doce, privatizada en 1997 a través de una subasta
fraudulenta.
La recuperación
de fuentes de recursos estratégicos es fundamental. En Bolivia, la fuerte
oposición a la política de privatización del agua y del gas natural causó la
renuncia de dos presidentes y culminó en la elección de Evo Morales, que
garantizó también mayor participación del Estado sobre la actuación de empresas
petroleras en el país. En Venezuela, la recuperación del control de PDVSA por
el presidente Hugo Chávez fue esencial para la continuidad de la revolución
bolivariana.
Y, más
recientemente, el pueblo ecuatoriano eligió al presidente Rafael Correa, que
asumió el compromiso de no renovar el acuerdo que permite que los EE UU
utilicen la base de Manta. Esta iniciativa fue saludada por una red de
organizaciones ecuatorianas que está realizando diversas acciones de
movilización contra la base. “Está comprobado que las principales actividades
de los militares estadounidenses son el control migratorio, el trabajo de
vigilancia y el apoyo logístico al ejército colombiano. Por otro lado, la
militarización del puerto de Manta está provocando la expulsión de campesinos y
pescadores, los cuales están impedidos de trabajar”, afirma una nota divulgada
por la Coalición No Bases, de Ecuador.
En marzo de 2007,
Ecuador será la sed de la Conferencia Mundial por la Abolición de Bases
Militares Extranjeras, lo que vuelve la decisión de Rafael Correa todavía más
significativa. El mandatario recibió también el apoyo de los movimientos
sociales ecuatorianos por su compromiso de no firmar el Tratado de Libre Comercio
con Estados Unidos.
En la lucha
contra el imperialismo es importante unir estrategias de acción contra agentes
que promueven una política económica articulada con la militar. Uno de ellos es
el Banco Mundial, que funciona como una especie de “cerebro”, elaborando
conceptos incorporados por otras instituciones como el Fondo Monetario
Internacional (FMI) y la Organización Mundial de Comercio (OMC). EL liderazgo
del Banco Mundial vuelve todavía más evidente la relación entre estrategias
económicas y militares. Su actual presidente, Paul Wolfowitz, fue
Vicesecretario de Defensa de Estados Unidos. EL presidente del Banco
Interamericano de Desarrollo (brazo del Banco Mundial para América Latina) es
Luís Alberto Moreno, ex-embajador de Colombia en Washington y mentalizador del
Plan Colombia.
En su libro
“Confesiones de un asesino económico”, John Perkins revela que “desde la II
Guerra Mundial, los asesinos económicos construyeron el primer imperio
verdaderamente global. Eso fue hecho sobre todo por medios económicos, no
militares”, explica. Los asesinos económicos son expertos en identificar países
donde existen recursos estratégicos, adquirir préstamos del Banco Mundial o del
FMI y, a partir del endeudamiento de estos países, chantajear para conseguir
contratos de estos gobiernos con empresas estadounidenses para mega-proyectos
como centrales de energía, carreteras, puertos, etc. Algunas de las empresas
citadas en el libro son Bechtel, Halliburton, Stone and Webster, Brown and
Root, Nike, Monsanto, General Electric, y Chas T. Main, donde Perkins trabajó.
Perkins cita
además la actuación de esos agentes para organizar la oposición social a
gobiernos contrarios a los intereses de EE UU. Cuando los saboteadores fallan,
entran en escena agentes conocidos como “chacales”, para derrumbar o asesinar
gobernantes. Él revela que los chacales fueron enviados a Venezuela en 2002
para articular el golpe contra el presidente Chávez.
Militarismo y
medios
Hay también una
relación estrecha entre la política externa de Estados Unidos y los intereses
de empresas de comunicación. Corporaciones de otra naturaleza (bancos, empresas
bélicas, etc.) tienen control accionista de grandes medios de comunicación. Por
ejemplo, la General Electric (que produce desde bombillas hasta material bélico
y nuclear) controla la RCA y la red de TV NBC.
El gobierno de
Estados Unidos invierte significativamente en los sectores de comunicación del
Pentágono, de la Casa Blanca y del Departamento de Estado, que poseen miles de
funcionarios. Desde la I Guerra Mundial, Estados Unidos desarrolló un sistema
de comunicación íntimamente ligado a sus intereses militares. Así, una de las
principales funciones de las radios, en su origen, fue a orientar y entretener
soldados en los campos y batalla. Desde entonces, se han desarrollado
mecanismos cada vez más sofisticados de dominación ideológica a través de los
mass media comerciales.
Los media no
solamente influencian la opinión pública, sino que actúan principalmente
estableciendo una agenda política. Eso significa establecer “lo que” el público
debe pensar, pero también “sobre lo que” debemos pensar. La repetición de ideas
y el contexto dado a determinados hechos tienen efectos poderosos. Las guerras
promovidas por Estados Unidos no serían posibles sin el apoyo de los media.
El
“humanitarismo” como pretexto
Un concepto
ampliamente difundido, que garantizó apoyo de la sociedad estadounidense a una
serie de invasiones militares fue la idea de “intervenciones humanitarias” o
“guerras preventivas”, como ocurrió en Panamá, Somalia, Haití, Bosnia,
Colombia, Afganistán e incluso en las dos guerras contra Irak, donde soldados
norteamericanos pensaban que su misión era “liberar” aquel país. Esas
intervenciones sirvieron para garantizar control territorial, recursos
naturales, políticas económicas neoliberales y de “libre mercado”, aunque con
el pretexto de asegurar la “estabilidad”, la “democracia” y la “seguridad” en
aquellos países.
Ese discurso
esconde las atrocidades cometidas por el ejército y por fuerzas paramilitares
financiadas por Estados Unidos en todo el mundo. Bajo el discurso de los
gobernantes estadounidenses, que pregonan la “democracia” y la “justicia”, una
parte de la sociedad alimenta un sentimiento de superioridad. Otra parte sufre
directamente con leyes que, en especial después de los ataques del 11 de
septiembre, restringen derechos civiles y políticos, sobre todo de los
inmigrantes. Por lo tanto, la preservación del imperio americano depende de la
ignorancia y de la opresión de su propia población.
En la década de
los ‘80, cuando Centroamérica vivía un duro proceso de enfrentamiento contra el
imperialismo y muchas organizaciones estadounidenses buscaban solidarizarse con
las luchas revolucionarias en la región, ya había un entendimiento de que la
mejor forma de solidaridad con una revolución es estimular esas luchas en su
propio país.
Nuestro
Continente ha sido escenario de mucha lucha y no nos faltan ejemplos a seguir.
En toda América Latina se están registrando movilizaciones que reflejan el
repudio popular a las políticas de dominación económica y militar de Estados
Unidos y de sus aliados. Hoy mismo, cada uno/una de nosotros está en proceso de
lucha y sabemos que hacer. Cada día surgen nuevas formas de resistencia, a
partir de la sabiduría popular. Como dice el pueblo de Oaxaca, “La Victoria no
es de los poderosos sino de los mejor organizados”
La guerra del
Golfo Pérsico fue objeto de un despliegue informativo a escala mundial, nunca antes visto. Este fenómeno de la
comunicación moderna poco contribuyó a que la opinión pública internacional
comprendiera el origen del conflicto y distinguiera los intereses involucrados
en el mismo. En este sentido, la guerra del Pérsico, con todas las imágenes de
la tecnología militar de punta expuestas por la cadena norteamericana CNN, se
inscribe en el contexto del desarrollo político de la región. En principio,
habría que recordar que en los años setenta, Irán, bajo el régimen del Sha, e
Israel eran los soportes de la política de Estados Unidos en Medio Oriente, que
más adelante se reforzó con la alianza de Arabia Saudita y
Egipto,
representantes del conservadurismo en el mundo árabe. Sin embargo, la
revolución fundamentalista que derrocó al Sha, modificó el equilibrio de fuerzas,
de tal manera que durante la guerra entre Irán e Irak, los Estados Unidos
apoyaron a este último país, pues suponía que Saddam Hussein podía desempeñar el papel 'que anteriormente
jugó el Sha de Irán, como aliado pro occidental confiable.
Por el contrario,
al concluir la guerra, en 1988, Irak se convirtió en una amenaza para la
estabilidad política en la región dado el poderío militar que había alcanzado,
lo que se vino a confirmar con su posterior incursión en territorio kuwaití,
que de haberse consumado, hubiese permitido a Irak asumir el control de 20% de
las reservas petroleras mundiales y, por ende, el de los precios
internacionales del petróleo, pudiendo llegar a desplazar a Arabia Saudita en
esta función reguladora.
Tal fue la
principal preocupación del gobierno norteamericano, cuando el 15 de agosto de
1990 Irak invadió a Kuwait. Si bien la
política exterior de Estados Unidos había modificado su sistema de
alianzas -históricamente inclinada a
favor de Israel- el conflicto del Golfo Pérsico redefinió sus intereses
estratégicos en torno al petróleo, a sabiendas de que este producto es, hoy en
día, la variable independiente de cuyo control dependerán las condiciones de
acceso al sector energético, en el contexto de un mundo multipolar; pues quien
controle este producto mantendrá la hegemonía económica en el sistema de
bloques industriales.
La intervención
militar directa de los Estados Unidos en el Golfo Pérsico (Operación «Tormenta
del Desierto»), junto con el
desplazamiento de las fuerzas multinacionales existentes en Europa, puso fin a
las pretensiones de Saddam Hussein, que también apuntaban a consolidar la
presencia del fundamentalismo islámico, que viene a reflejar las viejas
contradicciones nacionalistas del mundo árabe. Ante el acoso, Hussein respondió
con un llamado a la Guerra Santa (el
Yihad), símbolo del combate, a los infieles no musulmanes que amenazaban
la Tierra Santa del Islam, y que significa también «la lucha contra la
injusticia social, política y económica,
inclusive contra los
propios
gobernantes musulmanes». Se evidenció así la desigualdad entre las naciones
petroleras ricas y los países desposeídos, y se agudizó con ello el problema
religioso. La ofensiva terrestre, ordenada por el presidente Bush puso fin a la
guerra, pero dio inicio a una nueva fase de desestabilización regional que
trajo a la discusión el viejo problema entre Israel y Palestina y, al mismo
tiempo, despertó diversas manifestaciones del nacionalismo, como fue el caso
del levantamiento kurdo en el norte de Irak y la sublevación chiíta, en la
parte meridional; esta última, de marcada inspiración islámica, que
representaba una amenaza para los países del Golfo, entre ellos, Arabia
Saudita, Kuwait, los Emiratos Árabes, Qatar y Bahréin; así se explica su apoyo
al régimen de Hussein en su anterior guerra con Irán. Una segunda etapa del
conflicto en Irak fue el resultado, en primer lugar, de la indefinición en que
había quedado el tema del cambio de régimen en este país desde la guerra del
Pérsico en 1991. Para algunos colaboradores del gobierno de Bush padre,
encabezados por Paul Wolfowitz, la terminación del conflicto les pareció una
decisión prematura, en la medida en que consideraban necesario garantizar el
acceso a las materias primas vitales, en particular el petróleo del Golfo
Pérsico. Y, en segundo término, de la estrategia de la política de seguridad
nacional e internacional, basadas en la prevención del desarrollo de armas de
destrucción masiva en Irak, así como la amenaza del terrorismo islámico, sobre
todo después de los atentados del 11 de septiembre. Al respecto, un documento
elaborado por el gobierno de los Estados Unidos -filtrado por The New York
Times- planteaba el endurecimiento de esta política hacia Medio Oriente, pero
durante la posterior administración demócrata de Bill Clinton el asunto se
archivó. El retorno de las administraciones republicanas sucesivas bajo la presidencia de George W
Bush, significó el retorno de esta política que cambió la perspectiva del orden
internacional en el siglo XXI, en la cual los Estados Unidos siguen manteniendo
la primacía militar indiscutible (no así económica) pero se ha modificado la
forma de ejercerla, pasando por encima de los aliados tradicionales de la OTAN,
excepto Gran Bretaña, que ha sido uno de los países más identificados con la
estrategia militar del gobierno estadounidense.
Fue así como la
segunda campaña de Estados Unidos en Irak da inicio en marzo de 2003 para
concluir con la toma de Bagdad, bajo la justificación de la existencia de armas
de destrucción masiva en este país y la presumible conexión entre el régimen de
Saddam Hussein y la organización terrorista Al Qaeda, supuestos, ambos, que
resultaron poco convincentes ante la opinión pública internacional. El panorama
actual en el Medio Oriente es realmente inquietante y no se alcanza a
vislumbrar una solución definitiva en el mediano plazo, una vez que el
reacomodo de fuerzas apunta a restituir la hegemonía militar de Israel y a
fortalecer, en el mismo sentido, a Arabia Saudita y a Turquía, con una OLP
desplazada y con nuevos focos de tensión en Siria y en el Líbano. La creciente
globalización no ha eliminado los tradicionales focos de inestabilidad
política. El fin de la Guerra. Fría y la caída del muro de Berlín dieron pauta
al nacimiento de la perspectiva de un
-nuevo orden internacional más justo, en lo económico y más tolerante e
incluyente, en lo político. Sin embargo, sólo se trató de un interregno que
terminó la mañana del 11 de septiembre de 2001, a las 9:03, tiempo de Nueva
York, cuando dos aviones comerciales, secuestrados minutos antes en los
aeropuertos de Boston y Chicago, se estrellaron, con toda la tripulación' a
bordo, contra las Torres Gemelas, iconos insustituibles de la ciudad y símbolo
del poder financiero. Poco después, a las 10:05 cae la torre sur del World
Trade Center y hacia las 10:28 se derrumba la torre norte. El mismo día, a las
9:43, otro avión se estrella contra las instalaciones del Pentágono, en
Washington. Una hora después del segundo impacto en las Torres Gemelas, otro avión, con 44
personas a bordo, se impacta en el condado de Somerset, en Pensilvania.
Inmediatamente se confirma que se trata de atentados perpetrados por
terroristas suicidas y cuya autoría intelectual se le atribuye al
multimillonario saudí Osama Bin Laden, dirigente de la organización
fundamentalista islámica Al Qaéda que significa «La Base», mismo que ya se
había adjudicado otros ataques contra objetivos norteamericanos. Sus vínculos
con el gobierno talibán de Afganistán hacen suponer a las agencias de
inteligencia de los Estados Unidos que Osama Bin Laden se encuentra en
territorio afgano.
El 7 de octubre
de 2001, el gobierno de los Estados Unidos
apoyado por la fiel Alianza Atlántica y con el activo protagonismo de
George Bush y del primer ministro británico Tony Blair inicia sin titubeos las
acciones militares en territorio afgano, a la caza del líder saudí, en lo que
sería la primera cruzada antiterrorista. La campaña culmina en diciembre del
mismo año, con el derrocamiento del régimen opresivo de los talibanes, aunque
no se logró la captura de Bin Laden en ese momento; el 2 de mayo de 2011, el gobierno de Estados Unidos informa en
conferencia de prensa que mediante “La Operación Gerónimo” se localizó y dio muerte a Bin Laden en
Pakistán donde se encontraba refugiado.
El saldo en
vidas humanas es impreciso, pero
suficiente para comprender la magnitud del atentado y las consecuencias
posteriores de la intervención norteamericana en Afganistán. Muchas señales
preocupantes quedan respecto a la eficacia de los servicios de inteligencia
estadounidenses, los niveles de confianza en los sistemas convencionales .de
seguridad, la capacidad de respuesta y el perfil de los miembros del gabinete
de seguridad del. gobierno encabezado por George Bush cuya legitimidad y
mediocridad han sido muy cuestionadas, el realineamiento de los gobiernos ante
las nuevas condiciones y, en general,
respecto al papel que los Estados Unidos han desempeñado dentro del sistema
mundial, y al que se le atribuyen no pocas responsabilidades en los conflictos
internacionales como factor de desestabilización, a tal punto que el
historiador norteamericano Amo Mayer, una de .las tantas voces disidentes, en
un artículo publicado en Le Monde, afirma que su país es «el primer y principal
autor de terrorismo preventivo de Estado». Este tipo de' opiniones eran muy
difíciles de externar en los Estados Unidos en los días posteriores al
atentado, sin el riesgo de ser señalados como traidores, tal como les sucedió a
los escritores Gore Vidal y Susan Sontag, para quienes los ataques del 11 de septiembre no fueron más que el
resultado de la política exterior norteamericana que ha llevado a los Estados
Unidos ha convertirse en un «Estado policial». El propio
presidente George
Bush, con una gran carga retórica y razonamiento elemental, lo preguntó así en
el discurso que pronunció ame el Congreso de los Estados Unidos, el 20 de
septiembre posterior al atentado: « ¿Por qué nos odian? »La censura o la
autolimitación de los norteamericanos para responder a esta pregunta se fueron
diluyendo en cuanto el gobierno de George Bush pretendió extender las acciones
en el
Medio Oriente
hacia Irak e Irán, dos de las posiciones más incómodas en la región. Más aún,
ocho meses después del atentado terrorista, el influyente diario The Washington
Post, de orientación republicana, publicó una nota en la que se afirma que el
presidente George Bush había sido informado, desde e16 de agosto de 2001, que
Al Qaeda planeaba atentados en territorio norteamericano, según lo consignaban
informes de los servicios de inteligencia que se venían generando desde
diciembre de 2000 por la CIA y el FBI, a petición del propio presidente. La
existencia de este último reporte de la CIA
en cuyo título se advertía: «Bin Laden, decidido a atacar en Estados
Unidos»- no fue negada del todo por la Casa Blanca, aunque se argumenta que el
informe era vago e impreciso.No obstante, el responsable de la lucha
antiterrorista en el equipo presidencial, Richard Clarke, había expresado en
una reunión del 5 de julio de 2001 que «Algo espectacular va a ocurrir aquí, y
va a ocurrir pronto». Esta filtración puso bajo presión al presidente al
demandársele el esclarecimiento de los hechos por parte de la oposición y de
los familiares de las víctimas, quienes expresaron su desconcierto y su ira,
pues existe la convicción de que el gobierno de Washington pudo haber evitado la
tragedia. Estos hechos, por su impacto visual inmediato, hablan por sí solos. Pero casi al mismo tiempo se abrieron
varias interrogantes que desbordan, por mucho, las consecuencias dramáticas que
este
conflicto generó
en la sociedad norteamericana y en la opinión pública mundial, y que tienen que
ver con el futuro del nuevo orden mundial. Como bien lo dice el escritor
neoyorquino Paul Auster en relación con el impacto del 11 de septiembre en la
sociedad norteamericana: «No creo que pueda escribirse algo realmente profundo
sobre algo que aún está ocurriendo. Se puede hacer periodismo, pero no
literatura». Habría que agregar que tampoco se puede hacer historia.
En el tobogán de
los acontecimientos se arrastran otros nuevos
escenarios
directa o indirectamente vinculados con los atentados terroristas y el
despliegue del unilateralismo norteamericano. Por un lado, China y Rusia
recuperan su protagonismo internacional. Irán se fortalece en el Medio Oriente,
mientras Yasser Arafat, pese a sus esfuerzos por mantener una posición en
contra de Bin Laden, pierde credibilidad ante la ola de ataques de terroristas
palestinos -militantes de las
organizaciones musulmanas Hamás y Al Fatah-, en territorio israelí, dando pie a
la feroz ofensiva militar mantenida entre los meses de marzo y mayo de 2002 en
el campo de refugiados palestinos de Yenín, en Cisjordania, que dejó un saldo
de centenares de muertos, y al cerco impuesto al líder palestino Yasser Arafat en su cuartel general de Ramalá,
por el gobierno derechista del líder del Likud.
Ariel Sharon,
decidido a combatir radicalmente a la autoridad palestina hasta imponer, a
largo plazo, un nuevo orden
regional. Más que
como una simple represalia por los atentados terroristas contra civiles
israelíes, esta nueva estrategia del gobierno de Israel asume el fracaso de los
acuerdos de paz de Oslo y se fragua no a partir del último levantamiento
palestino (la Antifada), pues ya existía un plan de acción conocido como «Campo
de Espinas», elaborado en 1996, cuando estaba en el poder el laborista Ehud
Barak.
La presión de
Washington –que enfrento a los halcones pro israelíes con el moderado
Secretario de Estado, Collin
Powell-.junto con
la resolución del Consejo de Seguridad de la Naciones Unidas acordada el 20 de
abril de 2002, y
luego de pedir en
tres ocasiones el repliegue militar, obligaron al gobierno de Israel a retirar
gradualmente sus tropas
de los
territorios palestinos. En el mismo mes se negocia el fin del asedio a la
basílica de la Natividad, en Belén, con la
salida y destino
de 20 o 30 milicianos palestinos refugiados en el templo y que eran reclamados
por Israel por delitos
de terrorismo.
Pero estos frágiles acuerdos y tentativas de los Estados Unidos, la Union
Europea, Rusia y las Naciones Unidas de convocar a una nueva conferencia
internacional sobre el Medio Oriente, no señalan el fin del conflicto en tierra
santa. Sólo queda en el aire la misma interrogación: ¿Cuál es la mejor manera
de que dos pueblos que comparten la misma tierra construyan un futuro juntos?